miércoles, 8 de marzo de 2017

De la tozudez



Más de una vez te han llamado la atención por ser un poquito terca, apenitas nada más... Cuando eras chica, pequeña niña de trenza ruluda, quizá esta fuese una cualidad simpática, divertida. "Mirala, ¡qué bonita! ¡Cómo se enchincha!" Pero a medida que fuiste creciendo el encantador atributo fue trocándose en un rasgo repudiable que, según los demás, habla de tu más arraigada imposibilidad de ver el otro lado de las cosas. 
En realidad, siempre intentás ponerte en posición de mirar desde una perspectiva contraria o diferente. Buscás analizar las cosas desde un lugar distinto. Te esforzás por observar lo que ven los otros. Es más, si disentís con alguien escuchás atentamente sus argumentos, abierta al cambio en caso de que te convenzan. No porque tus creencias sean relativas, sino como una muestra más de tus ansias de aprender, de transformarte, de evolucionar. El debate te encanta: ideas que fluyen, mentes que se tocan, infinitas oportunidades de aprehender conceptos que no te hubieras imaginado si no fuese por esta charla. Tanto como lo físico, lo mental es muy excitante.
Sin embargo, cuando el interlocutor no brinda razones valederas, sustentadas, o se niega lisa y llanamente a intercambiar opiniones de manera civilizada... Ahí sí sos terca, porfiada, obcecada, intransigente, tenaz. No significa que vayas a levantar la voz, te pongas a predicar desde el púlpito, trates de convencer a la audiencia, que lo tuyo no es evangelizar a nadie. Simplemente, te retirás, con tus convicciones intactas, lamentando el momento perdido para conectar intelectualmente con el otro. Y, también, un poco decepcionada de que la gente prefiera cerrarse y no consensuar, no encontrarse a medio camino, no acordar aunque sea en discrepar.