miércoles, 7 de diciembre de 2016

Viaje


Nos leímos, nos hablamos y nos gustamos... Así arrancó esto. Sin saber quién era o dónde estaba el otro, sin pensar en nada más que en reírnos... ¿Sabés lo difícil que es encontrar un flaco que lea? ¿Qué converse? ¿Qué no caiga en lo más básico del chamuyo simple y deslucido que no se sostiene más de cinco segundos? 
De entrada fuiste un desafío. Tu manera de pensar, de probarme, de jugar con las palabras. La fuerza imparable y el objeto inamovible... 
La charla se volvió una rutina necesaria. Lentamente, te fuiste metiendo en mi día a día, en mi mente, en mi piel. Y repentinamente lo improbable pasó. La distancia física era insalvable y me lastimaba. Paradójicamente, no supe/pude manejar el miedo que la ausencia de distancia emocional me producía. Y me asusté. Y entonces, huí.
Intenté sobrellevar la abstinencia de tus palabras, de vos. Nop. No sucedió. La libertad de ser yo misma no surgía con nadie más. El clic no aparecía. Me di cuenta que la había cagado y por primera vez en mucho tiempo me importó enmendar el error. 
Soy orgullosa, complicada, obstinada. No suelo dar marcha atrás en mis decisiones. Hasta que me di cuenta de que mi vida era más, mucho más interesante con vos en ella. 
El no ya lo tenía. Te escribí, y me hice cargo de la situación. Y de frente, como siempre. Encajé el golpe de tu frialdad inicial. Completamente comprensible. Tenías tus razones. Que tampoco sos facilito, querido... 
Sin embargo, me la banqué, porque creía (y creo) que "esto" vale la pena. Tus barreras fueron derrumbándose. Mi cautela voló. Me propuse paliar la distancia con franqueza. La honestidad bruta que me caracteriza. Nada de caretas, nada de actuación. Mostrarme tal cual soy. Ni vos ni yo merecemos menos.
Y acá estamos. Yendo. ¿A dónde? Ni idea. Pero, ¡cómo me gusta este viaje!



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