martes, 14 de junio de 2016

De las tareas hercúleas (o cómo hacerte un enema de orgullo y reconocer los errores)


Cuando alguien te falla, te decepciona, sos rápida para castigar. Te ofendés con facilidad si la persona significa algo para vos. Si no es cercana o no te interesa quizás ni registres el desplante. Te cuesta perdonar. Preferís cortar todo tipo de relación y hacer de cuenta que jamás, jamás hubo interacción entre vos y ESE/A.
Ahora, ¿qué pasa cuando la cagada te la mandás vos? Cuando sabés con certeza que la que estuvo en falta, no pensó en el otro sos vos, ¿qué hacés?
Dicen que la mejor defensa es un buen ataque. Por lo general, te regís por este lema. Es tan profundo el temor a salir lastimada que solés huir. Entonces, ante la mínima posibilidad de exposición al dolor, pegás vos. Así te "cubrís" y te evitás la angustia.
Pero, existen ocasiones en las que tu golpe preventivo es injustificado. Obvio que te percatás de esto después de mandarte el moco, ¿no? Con esa afición por actuar instintivamente y reflexionar a las tres cuadras...
Es este uno de tus momentos más chotos. Aceptás tus falencias, mas llevar a cabo la acción de pedir disculpas es de lo más complejo. Implica exactamente lo que pretendías sortear: arriesgarte al rechazo. Sin embargo, de lo que no se te puede acusar es de esquivar el bulto una vez que te decidiste. 
Y ahí vas, con el orgullo enrolladito en el bolsillo, con el corazón en la mano y la frente en alto. El paso lo diste; queda en el otro aceptar o no. Y si te rompes, que al menos sea con dignidad. 

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