No hay estudios científicos que la confirmen, sin embargo la noción de que la infelicidad es necesaria para escribir está muy arraigada en los que intentamos hacerlo.
Tal vez sea una cuestión de capacidad literaria (estaría escaseando), mediocridad creativa (demasiada en stock) o una traba psicológica autoimpuesta ("problemitas", ¿vio?). La cuestión es que esto de llenar el papel (digital, virtual, que es el siglo XXI, gente) te resulta más sencillo cuando el corazón está para atrás.
Entonces, ¿qué hacer cuando no sabés de qué carajo escribir porque lo único que te sale son poemas cuasi adolescentes, cursis, cargados de melosidad y, siendo sincera, que ni vos misma releerías?
Cuando lográs atrapar una idea que resulta relativamente interesante, no podés plasmar un choto porque te trabás, te tildás, no te gusta nada de lo que conseguís bajar a la hoja y dudás de cada palabra, de cada giro, de cada imagen. En lugar de transmitir a un público general, solo pensás en lo que ESA persona dirá. ¿Le gustará? ¿Lo leerá y se dará cuenta de que es para él?
Tu cínica cotidianidad se ve reemplazada por la boludez de los corazoncitos, mariposas y demás pavadas. Te reís sola, vivís prendida al celu, escuchás canciones romanticonas (tratando de mantener la línea y no desbarrancar con un Arjona, por ejemplo) y proyectás el próximo encuentro...
Después de tanto tiempo, estás hasta las bolas. Y te das cuenta de que vas a tener que aprender a crear desde otro lugar; que debés correrte de ese imaginario y lidiar con la realidad: tu habilidad poética no depende de tu mala fortuna, sino que es como cualquier músculo que necesita constancia, trabajo, tiempo. Porque lo bueno que conseguiste no vas a soltarlo. Vale la pena, y la sequía, y las ganas de tirarte a la pileta constantemente.
Y sí, esto también es para vos.
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