Delante de sus ojos se extiende
un mar verde mecido por el suave viento, un horizonte vegetal que parece no
tener fin. El ardiente sol de verano cae vertical sobre su nuca, arrancando
sinuosos vapores del pasto. La tarde transcurre lenta y los minutos se acumulan
uno sobre otro sin apuro.
Atrás,
se oye el griterío de los niños, los perros ladrando y las risas de los
parientes reunidos para el asado del domingo. La chacra siempre ha sido el
lugar perfecto de reunión dominical. Ese día, como otros muchos antes, han
disfrutado de la paz y la armonía familiar. Rueda sobre su estómago y mira sin
ver las figuras que se mueven en torno a la mesa, quitando los restos del
almuerzo. Actúan como una máquina bien aceitada, quitando, sacudiendo y riendo.
Esa felicidad es contagiosa y sus
labios se curvan en una amplia sonrisa. Pero algo empaña ese sentimiento.
Algunos recuerdos despertados por un sonido particular reptan hasta acaparar su
mente y van desdibujando lo que era sonrisa. Entonces, observa a esas personas.
Y sus ojos se cierran fuertemente. Y entonces, ve. Ve dos largas piernas que se
acercan lentamente a su cama y una mano que comienza a acariciar pelo, su
cabeza dormida. Las sábanas se van retirando…
Ya no siente el sol. El viento
se levanta y caen platos, vasos; una mancha blanca se eleva mientras tres pares
de manos intentan retenerla. Una solitaria y amarga lágrima se desliza hasta su
boca y sus brazos acunan sus piernas.
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