domingo, 30 de octubre de 2016

Domingo



Delante de sus ojos se extiende un mar verde mecido por el suave viento, un horizonte vegetal que parece no tener fin. El ardiente sol de verano cae vertical sobre su nuca, arrancando sinuosos vapores del pasto. La tarde transcurre lenta y los minutos se acumulan uno sobre otro sin apuro.
          Atrás, se oye el griterío de los niños, los perros ladrando y las risas de los parientes reunidos para el asado del domingo. La chacra siempre ha sido el lugar perfecto de reunión dominical. Ese día, como otros muchos antes, han disfrutado de la paz y la armonía familiar. Rueda sobre su estómago y mira sin ver las figuras que se mueven en torno a la mesa, quitando los restos del almuerzo. Actúan como una máquina bien aceitada, quitando, sacudiendo y riendo.
Esa felicidad es contagiosa y sus labios se curvan en una amplia sonrisa. Pero algo empaña ese sentimiento. Algunos recuerdos despertados por un sonido particular reptan hasta acaparar su mente y van desdibujando lo que era sonrisa. Entonces, observa a esas personas. Y sus ojos se cierran fuertemente. Y entonces, ve. Ve dos largas piernas que se acercan lentamente a su cama y una mano que comienza a acariciar pelo, su cabeza dormida. Las sábanas se van retirando…

Ya no siente el sol. El viento se levanta y caen platos, vasos; una mancha blanca se eleva mientras tres pares de manos intentan retenerla. Una solitaria y amarga lágrima se desliza hasta su boca y sus brazos acunan sus piernas.

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