Cuatro y cuarto de la
madrugada y yo sin dormir, recordando, como ayer, como siempre, todo lo que vi,
oí, olí, toqué, degusté durante este día. Doy vueltas en mi cama, insomne, como
desde hace quince años, desde ese martes fatídico en el que me di cuenta de que
no podía olvidar. Las exactas palabras de Lucía dejándome parado en la estación
de trenes me persiguen hoy y lo harán para siempre. “Me ahogás, necesito estar
sola, encontrarme conmigo misma, ¿entendés?”. Después de quince años de darles la
vuelta, para un lado, para el otro, del derecho, del revés, sigo sin entender. Cada detalle de esa tarde
está grabado en mi mente: su pelo revuelto, la solitaria lágrima en su mejilla
y el nervioso reloj de su muñeca. El apuro de los que terminaban su día y el
desgano de los que no querían volver a casa. El olor a sudor del día de trabajo
y el vocerío de los grupos de estudiantes. También estoy yo en esa imagen; pero
no soy yo sino un amasijo de sentimientos revueltos: sorpresa, desesperación,
enojo y deseo… Aún en ese momento no pude abstraerme de su belleza, de lo que
sus ojos provocaban en mí.
Cinco menos cuarto y Lucía acá conmigo. Quince años y no
logro desprenderme de esa sensación que me arrebata cuando la veo, la imagino
en mi cabeza. A partir de ese instante en que se convirtió en un borrón
corriendo el tren mi mente se niega a olvidar. Malos, buenos, mejores, peores,
sublimes, patéticos, vergonzosos o dignos, me es imposible deshacerme de los
recuerdos. No me protege el olvido, me acorrala la presencia.
Casi las seis. El cielo aclarándose lentamente, el
estruendoso piar veraniego y arriba otra vez. Para ver, oír, oler, tocar y
degustar, con ella a mi lado, omnipresente.
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