martes, 1 de noviembre de 2016

Ahí voy




Una vez que admitís el tropezón, la caída es libre, sin paracaídas, arnés ni una garcha. 
Te cuesta.(¡Puta, cuánto te cuesta!). No querés dar muestras, ni el brazo a torcer: Que no... que está todo bien... que no es así... que seguro se te pasa... que en realidad es un autoengaño... que... que... 
Mil y una excusas para no ver la realidad. Porque sabés que no hay vuelta atrás. Porque sos consciente de que una vez decidida, vas hasta el final. Te tirás de cabeza y a nadar. No podés meter freno; no conocés otra forma, otra manera.
Pero aún así, te refugiás en el lenguaje, en tu aliado eterno. Y recurrís a circunloquios, a metáforas, a imágenes. A lo burdo o al guiño. Hablás medio en serio, medio en chiste: todo en crudo, con el corazón palpitando y abierto, expuesta para quien lo sepa ver.
Que cuando te enamorás, apostás todo y no te guardás nada. Que cuando te enamorás, encontrás tu faceta más fuerte y vulnerable a la vez. Que cuando te enamorás, lo hacés con la misma inocencia de la primera vez. 
Y sí, ahí voy de nuevo. No me dejes caer.

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