Vas por la vida con la mejor onda, tratando de entender al otro, de utilizar toda la empatía que tenés para ponerte en su lugar y comprender el por qué de determinadas acciones. Siempre intentás pensar las causas del comportamiento ajeno y buscás justificarlo, que te negás a ver lo peor.
Pero existen ocasiones en las que la empatía se va a la re mismísima mierda y te calentás como pipa. De un momento a otro ves todo rojo, se te acelera el pulso, te bulle la sangre y te brota el instinto asesino. En estas situaciones, se te traba la cabeza y el poco filtro que con tanto cuidado creaste, desaparece: decís las peores cosas, de una, a la cara, sin medir ningún tipo de consecuencia.
Quienes caen en la mira de tu odio (porque no hay otro modo de llamar a ese sentimiento de asco, bronca y ganas de aniquilar) no saben de dónde sale esa catarata de insultos y palabras hirientes. Te transformás de tal manera que si las miradas mataran, más de uno ya estaría mirando cómo crecen las margaritas de abajo para arriba (Porota dixit).
No es aconsejable que el sujeto (o la sujeta, que no hay que ser sexista en el lenguaje) en cuestión intente calmarte, ni de palabra ni con gestos. Como si fueses una fiera salvaje, lo aconsejable es alejarse lentamente y permitir que la ira se disipe con la distancia del agente que la ha provocado.
El arrebato homicida se evapora de manera súbita, igual que como arribó, y para el depositario, de similar y misteriosa forma. Sin embargo, para vos esto no carece de explicación: esperás de los demás aquello que harías; el mismo compromiso, respeto, atención... Todo lo que das, lo ansiás. Quizá este sea el error que cometés; el otro puede no estar en tu sintonía. Pero explicáselo al músculo sensible que vive en tu pecho, ese que no atiende razones, que no se aviene a la lógica, que persigue lo que anhela, ciego y sordo.
Y es ahí, en el choque de tus deseos y la realidad, donde reculás cual animal herido y atacás. Que la ofensiva es la mejor defensa cuando la coraza se resquebraja.
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