¡Qué difícil es manejar las expectativas!
Aún cuando hacés todo lo posible por evitarlas, por no embalarte, por dejar que la vida fluya, tu mente, esa maldita traidora, pergeña junto con el forro de tu inconsciente miles de escenarios de lo que podría llegar a suceder.
Independientemente de que clames ser realista, es innegable que en tu fuero más interno vivís de ilusiones. El optimismo innato te empuja a esperar siempre lo mejor, a creer que todo va a resolverse a tu favor, que vas a encontrar la manera, la salida, la solución a los dilemas que te acucian, a esa situación que te jode, a la piedra que está estorbando en tu camino.
El problema surge cuando la realidad te pega un bruto cross de derecha y se choca de frente y sin desacelerar con tu ingenuidad. Es entonces que caes en un espiral de depresión. Y pasás al polo opuesto: la vida es una mierda, una porquería, nada te sale bien, te dan ganas de mandar todo y a todos a la remismísima puta concha de su hermana. No bancás a nadie, ni siquiera a vos.
Tal vez este estado de bronca, odio y negatividad total no te dure más que un día... pero es un día del orto. Y detestás sentirte así, te desagrada sobremanera tenerte lástima, lo cual provoca que te calientes más. A lo que se suma la gente que piensa que es correcto pedirte específicamente que no te enojes por las pajereadas que hacen. Jamás es aconsejable que opinen acerca de cómo debés sentirte o comportarte; en esos momentos, es directamente riesgoso.
A veces considerás que lo más saludable sería dejar de interesarte, apagar tus emociones, ir por el mundo disfrutando de lo que se te ofrece y nada más. Si no esperás, no te desilusionás.
Sin embargo, vuelve a asomar su cabeza esa maldita veta positiva que te lleva a entusiasmarte nuevamente. Como una niña volvés creer en los reyes, en papá noel, en el príncipe azul. Porque la estupidez es de lo más resiliente.
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