lunes, 30 de noviembre de 2015

La lujuria



Si hay un pecado del que me siento orgullosa es este. Pero necesitamos determinar parámetros. Ser lujurioso/a  no significa aceptar cualquier cosa, que todo nos viene bien, viva la fiesta… No, no. Según la RAE, la lujuria es el deseo excesivo del placer sexual. Así, este puede darse solo con una pareja. Que uno desee en demasía estar con dicha persona, que aproveche todas las oportunidades para saciar la necesidad, o por disfrutar el placer que el encuentro provoca.
En muchas ocasiones y con diferentes sujetos, debo decir, me sentí mal interpretada en mis actitudes. Lo que yo considero un ardiente disfrute del cuerpo propio y del ajeno, suele tomarse como promiscuidad. Como la puerta a cuestiones que no estaría (en potencial, porque nunca digo nunca) dispuesta a explorar así sin más. Entonces, los potenciales compañeros/as de dormitorio elucubran situaciones sin confirmación de mi parte. Creo, por ello, oportuno aclarar que la verbalidad, la efusividad, la religiosidad de las cuales soy presa en determinadas situaciones, no los/las justifican para presuponer aquello a lo cual estaría dispuesta o no.

Para mí, el plano físico es uno más de los que utilizo para expresarme. Así como gusto de un buen desafío mental, también lo sexual me representa una prueba, un goce para superar, un juego en el cual intento elevar las apuestas de lo que es esperable y deseado. Un ámbito que me empuja a probar, a testear límites, teorías, prejuicios… Si esta “experimentación” conduce a la inclusión de más de dos participantes, se acepta. Siempre y cuando las condiciones de dicho experimento sean claras y pautadas con anterioridad. Como toda experiencia, los resultados tal vez no sean los deseados… o puedan dejar lugar a mejorías. Si la práctica lo amerita, mi espíritu de búsqueda cognoscitiva me empujará a continuar con la prueba. Pero si los resultados son pobres o aburridos, o si los sujetos de la experiencia se tornan difíciles, siempre habrá nuevos campos que explorar. Y la pérdida será de ellos. ;) 
Gente, si pasan por el blog dejen un comment (puede ser anónimo) o likeen el post en el face, así una sabe si progresa esta movida. Para el escritor está bueno ser leído ;)

La ira


                La ira es un estado en el que incurro muy pocas veces. Por lo general suelo ser, como decía mi abuela, tranquila como agua de pozo. No me gusta enojarme; mucho trabajo. Además, me cuesta mantener el sentimiento. Tiendo a olvidar lo que sucedió y seguir como si nada hubiera pasado.
                Excepto que se trate de algo importante. Es en ese momento en el cual me hago cargo de mi hijaputez, mi rencor, mi veta maligna. Cuando alguien hace algo que me lastima profundamente, por acción u omisión (lamentablemente, no puedo discriminar), expulso a esa persona de mi vida. No necesariamente haga una gran escena, del estilo: “¡Te odio, basura! ¡Cómo pudiste!”, portazo, vaso de algún líquido arrojado al rostro, etcétera, etcétera. Por el contrario, todo transcurre apaciblemente: no te hablo más. Comienzo a odiar a fuego lento, con un encono tal que no me importa ni puta el sufrimiento ajeno. No me regocijo, obviamente, que psicópata no soy. Pero si tengo la oportunidad de ayudar al objeto de mi aborrecimiento, la dejo pasar. Creo en ser la “mejor” persona, pero no en estos casos. Mi desprecio es irrevocable, es eterno.
                Seguramente no sea la manera más saludable de manejar las emociones. Todo lo cargamos, lo que deseas te vuelve cien veces, es un peso para el alma… No importa. Cuando alguien entra en el grupúsculo selecto de personas que vería morir sin culpas, no sale. Y puede haber sido la más cercana a mi corazón. Y tal vez, por lo mismo, sea a quien más repudie.

                Este es el motivo por el cual suelo darle a la gente más oportunidades de las que se merece. Eso, junto con una ingenuidad que me obliga a ver lo mejor en el otro, una empatía  que me lleva a ponerme en el lugar del otro y buscar justificaciones para su accionar. Aunque esta fase no dura para siempre. Buena, sí; boluda, no. 

sábado, 28 de noviembre de 2015

Acción y reacción



Toda acción conlleva una reacción. Al igual que las decisiones que tomamos a diario. Entre estas últimas se encuentran aquellas que tienen en sí la potencialidad de cambiar para siempre nuestras vidas, el paradigma que rige nuestros días. A la hora de tomar dicha decisión, uno ya ha sopesado, o cree haberlo hecho, sus probables consecuencias. Pero, ¿qué sucede cuando no estábamos preparados para afrontar esas consecuencias? ¿Es por ello menos valedera nuestra elección? ¿Deja de ser correcta porque nos supone un esfuerzo sobrehumano enfrentarla?
Después de una década y un poco más, la vida ha cambiado, o mejor, he hecho cambiar a la vida. Ya no todas mis mañanas y mis noches son iguales. La monotonía ha dejado de pulular mis horas… Pero esto no es necesariamente una mejora.
La incertidumbre es mi nueva compañera. Y para una controladora es todo un tema. Jamás imaginé que me caracterizara por el deseo de control. Como mi vida anterior lo atestigua: todo me daba igual; si otro tomaba las decisiones, yo agradecida. Pero hoy me doy cuenta de que necesito saber, necesito manejar, necesito controlar lo que sucede… o lo que no. Esta inesperada faceta me toma desprevenida y me supone una fuente de angustia. Es obvio que nadie tiene el control de nada, que este no es más que una ilusión, que todo fluye y uno se siente o no afectado por lo que sucede. Y que cualquier vestigio de orden es solo nuestra imaginación, tratando de compensar.
Aún así, ¡qué difícil aceptar esta impotencia! A lo cual se agrega la impaciencia, la pretensión de inmediatez en el cumplimiento de los deseos. Soy la primera en aceptar mis rasgos infantiles, poco adultos, entre ellos el encaprichamiento. Como un niño, quiero eso en lo que puesto mis ojos. Y lo quiero ya. Convengamos que lo que puede resultar hasta simpático en una criatura de cinco, no es muy atractivo después de los treinta… y ahí surge otra cuestión. La edad. Pero quedará para otra ocasión.
Lo que puedo sacar en conclusión ahora, después de revisar lo escrito y con uno o dos vasos de cerveza encima, es que esta etapa novedosa en mi vida está cargada de desafíos, especialmente los internos, los que me competen a mí como persona, como mujer en mi relación conmigo misma, por más “autoayuda” que la frase suene. Estar sola es un aprendizaje. Despojarse de todo velo, ruido, “buffer” y verse en el espejo. Lograr estar cómoda con esa imagen, asumirla y optimizar aquellos aspectos que requieran mejoría. Y aceptar también los que no tienen arreglo. Porque esto es lo que soy. Al que le cabe bien, y al que no, la puerta.  ;)




viernes, 27 de noviembre de 2015

Carpe diem


Muchas filosofías consideran a la muerte como una parte de la vida, como la otra cara de la moneda, algo que debe aceptarse como natural. Pero la mente y el alma o el corazón no siempre discurren por los mismos caminos y la muerte nos llega como un mazazo, como un golpe terrible que impacta nuestra vida, a veces cambiándola para siempre. Puede observarse el cambio en días, meses o incluso años; pero así como una piedra que remueve las aguas de un estanque, el efecto es inevitable. Para bien o para mal.
Es mi experiencia que todo en la vida nos alcanza y que hay cosas que nos obligan a mirarlas a la cara, liberándonos o atándonos. Para mí, fue la muerte de mi abuela que años después me obligó a observar a mi alrededor, a evaluar y a decidir que no quería continuar como hasta ese momento. Que era hora de mutar, de cambiar la piel.
Pero hay otras muertes que nos chocan por lo inesperadas, por lo inexplicables, porque parecen un ensañamiento de ¿algo, alguien? y no hay nada que sacar, que aprender, que entender. Solo estar, acompañar.
Tal vez, lo único que pueda rescatarse es el viejo cliché (no por eso menos cierto) acerca de aprovechar el hoy que es uno solo, disfrutar de los afectos, de la vida, reír, llorar, amar, vivir. Carpe diem.

No nací para Penélope
No es esta la primera vez que la frase me viene a la mente. Será por impaciente, por mandada, por kamikaze.
Tal vez sea por la crianza, por genética, por los astros.
La cuestión es que la paciencia no es lo mío. Esperar a que el otro dé el primer paso, que llame, que escriba, me da ansiedad, bronca, hasta urticaria. Obviamente, no es culpa del otro (bueh, a veces sí). Es un tema intrínsecamente mío. 
Yo soy la que instiga, yo soy la que propone, yo soy la que busca. Yo, yo... Suena un tanto egocéntrico, ¿no? Pero, en realidad, es querer que las cosas pasen. No sentarse y ver la vida transcurrir, sino hacerla, vivirla, sentirla.
Alguna vez me quejé de que todo era igual, monótono, aburrido. Esta es mi manera de evitar eso. Me gustas? Te escribo. Te llamo. No espero porque "qué van a decir", porque soy mujer, para no joder...
Soy mandada y si me interesa aún más. Total, el no ya está. Veamos si aparece el sí.

Un consejo para escritores incipientes es escribir sobre aquello que conocen. Es por esto que son comunes los textos acerca del desamor. ¿Qué sentimiento es más compartido que el rechazo amoroso, que la imposibilidad de estar con el ser amado? Nada más comprensible y compartido que la decepción del corazón.
Pero la idea es escribir sobre lo que uno, el escritor, conoce. Y si hay un sentimiento que, consciente o inconscientemente, me ha acompañado en mi vida es el rechazo, o en su versión fóbica, el miedo al mismo. Desde lo más profundo de mi ser, sé que le tengo pavor al rechazo y por eso siempre busqué agradar, caer bien, complacer a todos. Aunque no me complaciera a mí. ¿Patético? Y… más o menos.
Parejas, compañeros, profesores, amigos, familiares… a todos intenté conformar, amoldándome a sus deseos o, mejor, a la idea que se hacían de mí. “La nena es muy inteligente; no tiene dificultades para nada” y ahí estaba yo con mi boletín poblado de dieces. “Es una mina recomprensiva, nunca hace quilombo por nada” y yo no le decía lo que me molestaba a mi marido. “Una alumna ejemplar” y yo sufría por no fallar.
Quizá si todos esos me aprobaban, me querían, podría suplantar el amor de Ese que no me quiso. Ese que no se interesó. Ese que no tuvo ganas, huevos, conciencia para hacerse cargo de la hija que engendró. Sin querer, sin pensar, sin buscar, casado (con otra), ya esperando una hija… Ese que solo 30 años después, y con causa judicial de por medio, asumió lo que ya se sabía: era hombre, era humano y la había cagado.
Durante años su rechazo me marcó. Aún sin saber quién específicamente era Él, sí conocía la ausencia. El día del padre era una tortura. Decir mi apellido y que luego me preguntaran el de mi mamá, otra. Las caras de compasión, ojos revoleados, etcétera, etcétera. Entonces la manera de evitar malos ratos era ignorar esas actitudes y concentrarme en ser mejor, en ser Eso que los otros buscaban.

Tampoco me sirvió. Imploté. Necesité de una muerte cercana y dolorosísima para ver que la vida es corta y que la única opinión que vale es la que yo tengo de mí misma. Que no tengo que hacer feliz a nadie más que a mí. Que merezco ser amada por lo que en verdad soy y no por la fachada que mostraba. Que al que le gusta bien y al que no, la puerta. Que está bien resaltar y ser diferente o pasar completamente desapercibida. Que puedo ser un amasijo de contradicciones y no importa. Que es posible ser madre y mujer al mismo tiempo, sin descuidar ninguna faceta. Que cada tanto hay que barajar y dar de nuevo, que hay que mudar la piel, que hay que dejarse llevar. 






La inefabilidad del pensamiento, la imposibilidad de transmitir, de poner en palabras todo lo que bulle en la mente. Es… es como que… tenés la cabeza llena, ¿viste?,  llena de ideas que quieren salir, y nada. Miles de imágenes que pugnan por plasmarse en el papel, por convertirse en aquello que tanto desean, en palabras negras corriendo libres por este blanco papel. Y nada, che, nada de nada.

Y también el lenguaje, la lengua, herramienta inútil e imprescindible a la vez, oxímoron insoslayable de esta tarea, de este querer decir y fallar, de esta búsqueda infructuosa por comunicar, por alcanzar al otro. Porque eso de que “escribo para mí”, sí, ¡pindonga! Porque la escritura, el acto de escribir no es más que un intento desesperado de una soledad por dejar de estar sola y compartir y compartirse con otros, con uno, con veinte, con cien… 


Y te esperé
Para que llenaras ese espacio vacío
Y te esperé
Para que llenaras los huecos, las dudas
Y te esperé
Para que llenaras los agujeros de mi historia
Y te esperé
Para completarme



Obviamente, no llegaste
Obviamente, no.



Que el artífice olvide su artefacto
Que el artista olvide su arte
Que el padre olvide su hijo



¿Obvio? No.

Lo quiera o no, aún te espero.