lunes, 30 de noviembre de 2015

La ira


                La ira es un estado en el que incurro muy pocas veces. Por lo general suelo ser, como decía mi abuela, tranquila como agua de pozo. No me gusta enojarme; mucho trabajo. Además, me cuesta mantener el sentimiento. Tiendo a olvidar lo que sucedió y seguir como si nada hubiera pasado.
                Excepto que se trate de algo importante. Es en ese momento en el cual me hago cargo de mi hijaputez, mi rencor, mi veta maligna. Cuando alguien hace algo que me lastima profundamente, por acción u omisión (lamentablemente, no puedo discriminar), expulso a esa persona de mi vida. No necesariamente haga una gran escena, del estilo: “¡Te odio, basura! ¡Cómo pudiste!”, portazo, vaso de algún líquido arrojado al rostro, etcétera, etcétera. Por el contrario, todo transcurre apaciblemente: no te hablo más. Comienzo a odiar a fuego lento, con un encono tal que no me importa ni puta el sufrimiento ajeno. No me regocijo, obviamente, que psicópata no soy. Pero si tengo la oportunidad de ayudar al objeto de mi aborrecimiento, la dejo pasar. Creo en ser la “mejor” persona, pero no en estos casos. Mi desprecio es irrevocable, es eterno.
                Seguramente no sea la manera más saludable de manejar las emociones. Todo lo cargamos, lo que deseas te vuelve cien veces, es un peso para el alma… No importa. Cuando alguien entra en el grupúsculo selecto de personas que vería morir sin culpas, no sale. Y puede haber sido la más cercana a mi corazón. Y tal vez, por lo mismo, sea a quien más repudie.

                Este es el motivo por el cual suelo darle a la gente más oportunidades de las que se merece. Eso, junto con una ingenuidad que me obliga a ver lo mejor en el otro, una empatía  que me lleva a ponerme en el lugar del otro y buscar justificaciones para su accionar. Aunque esta fase no dura para siempre. Buena, sí; boluda, no. 

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