La
ira es un estado en el que incurro muy pocas veces. Por lo general suelo ser,
como decía mi abuela, tranquila como agua de pozo. No me gusta enojarme; mucho
trabajo. Además, me cuesta mantener el sentimiento. Tiendo a olvidar lo que
sucedió y seguir como si nada hubiera pasado.
Excepto
que se trate de algo importante. Es en ese momento en el cual me hago cargo de
mi hijaputez, mi rencor, mi veta maligna. Cuando alguien hace algo que me
lastima profundamente, por acción u omisión (lamentablemente, no puedo discriminar),
expulso a esa persona de mi vida. No necesariamente haga una gran escena, del
estilo: “¡Te odio, basura! ¡Cómo pudiste!”, portazo, vaso de algún líquido
arrojado al rostro, etcétera, etcétera. Por el contrario, todo transcurre
apaciblemente: no te hablo más. Comienzo a odiar a fuego lento, con un encono
tal que no me importa ni puta el sufrimiento ajeno. No me regocijo, obviamente,
que psicópata no soy. Pero si tengo la oportunidad de ayudar al objeto de mi
aborrecimiento, la dejo pasar. Creo en ser la “mejor” persona, pero no en estos
casos. Mi desprecio es irrevocable, es eterno.
Seguramente
no sea la manera más saludable de manejar las emociones. Todo lo cargamos, lo
que deseas te vuelve cien veces, es un peso para el alma… No importa. Cuando alguien
entra en el grupúsculo selecto de personas que vería morir sin culpas, no sale.
Y puede haber sido la más cercana a mi corazón. Y tal vez, por lo mismo, sea a
quien más repudie.
Este
es el motivo por el cual suelo darle a la gente más oportunidades de las que se
merece. Eso, junto con una ingenuidad que me obliga a ver lo mejor en el otro,
una empatía que me lleva a ponerme en el
lugar del otro y buscar justificaciones para su accionar. Aunque esta fase no
dura para siempre. Buena, sí; boluda, no.
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