domingo, 31 de enero de 2016

De la culpa (o el puto dedito acusador y dónde te lo podés meter)

La culpa y yo tenemos una larga y productiva relación. Como toda mujer judía que se precie, la he sentido y ha maleado mi forma de actuar. Aunque debo asumir que en varias oportunidades me he mandado macanas con conocimiento pleno de que iban a provocar un culpa-fest interesante.
De cualquier manera, este sentimiento es difícil de manejar. Qué decir, cómo hacerlo, o no hacerlo, callarme para evitar dolor a otros. Interrogantes constantes en mi vida, que provocaron mucho estrés, ya que colisionaban de frente con mi honestidad bruta. Entonces, ¿cuál es la medida justa entre lo que yo necesito y la consideración hacia otros?
Como ya he escrito, cada decisión que tomamos implica una serie de consecuencias. Si somos maduros y responsables, deberíamos hacernos cargo del resultado de nuestras acciones, del impacto que producen en otros. 
Hace unos años, decidí iniciarle un juicio por paternidad a mi progenitor. Obviamente esto trajo aparejados otros quilombos. Mensajes del hombre en cuestión, de sus hijas, pedidos de reconsiderar, de mantener todo envuelto en el mayor de los secretos... La ocasión me llevó a mi primera sesión de psico, más que nada para poner en orden mis pensamientos y emociones; entre ellas, la culpa por la debacle que significaba mi acción en la familia de este sujeto. Lamentablemente, la profesional que elegí en ese momento no fue de gran ayuda. Pero logré, tal vez por mi edad, por mi situación familiar, por ver a mis hijos y escuchar sus preguntas acerca de dónde estaba mi papá, dejar el remordimiento de lado. Prevaleció mi derecho a saber, a la identidad, por encima del disgusto de mis medio hermanas, del odio que percibí en nuestras pocas y escuetas interacciones. Si había alguien a quien ellas deberían culpar es a su padre. Pero cada familia es un mundo, cada uno/a lidia con lo que le toca como puede y yo no me quise hacer cargo de esa culpa. Por más que ellos tomaran la decisión de ponerla sobre mí, yo no la aceptaría. La cagada se la mandaron otros, esto es solo el resultado.
La vida me ha llevado a otras decisiones que sí caen por completo dentro de mi órbita de responsabilidad. Soy la causante del dolor en otros. No es algo que lleve a cabo sin sopesar las posibilidades. Son cuestiones pensadas y repensadas. Mas llega un punto en el cual no existen buenas alternativas: cuando algo se rompe, no es posible recomponerlo. Así, sea cual fuere el camino que se elija, es inevitable causar algunas bajas. La cuestión es el modo: lastimar a los interesados por ser ladina y mala persona, o hacerlo por ir de frente, mostrando las cartas, llamando a las cosas por su nombre. Sabiendo que la culpa hará acto de presencia de una forma u otra, solo una opción es viable: la que me permite mirarme al espejo sin vergüenza. Nuevamente, los otros tienen la libertad de querer enterrarme en remordimientos, en acusaciones; incluso de querer revancha. Sin embargo, vuelvo a negarme; sigo adelante de la única forma en que sé: honesta a pesar de todo y todos. 

jueves, 28 de enero de 2016

De los cambios (o correte porque te tiro)


Los cambios en el interior de una persona generalmente tienen un correlato en su mundo exterior, ya sea su apariencia, su casa, su trabajo... Cuando decidimos cambiar necesitamos una reafirmación visible de ese proceso intangible que sucede dentro.
En cuanto a la persona, las mujeres tendemos a cortarnos el pelo, teñirlo, bajar de peso, empezar el gimnasio o alguna actividad que nunca antes habíamos realizado (desde macramé hasta pesca con mosca). 
El hogar es otro frente de batalla: tiramos papel, papelito, papelote que acovachábamos "por las dudas"... Regalamos la mitad de la ropa que teníamos guardada "por si me vuelve a quedar", ya que ahora es tres talles más grande de lo que usamos (maldigo-bendigo a la inapetencia por dolor)... Donamos sábanas, cubrecamas, toallas... Nos volvemos diseñadoras de interiores e intentamos redecorar el living, el dormitorio googleando, chusmeando Pinterest, etc, etc (¡lástima que el presupuesto no nos acompañe siempre!)...
Pero nada de lo que hacemos con el afuera, asegura que esa mejoría que creemos estamos llevando adelante permanezca en el tiempo. El sillón nuevo no me compromete con mi salud mental; las cortinas divinas de la cocina no me aseveran que no volveré a viejos patrones. Lo único que logrará que nos mantegamos en este camino es incorporar realmente como hábito todo lo nuevo. La voluntad de estar mejor, de ser mejor, de tomar las riendas de la vida, de no depender de nadie más que de nosotras mismas... De buscar nuestra felicidad, a nuestra manera, sin importar lo que digan los demás. A veces, es necesario ser egoísta y mirar por una misma, descubrir nuestros deseos, no postergarse más. Porque de la única forma en que podemos contribuir a la felicidad de los otros, es primero ocuparnos de la propia. Si no nos queremos, no podemos querer a nadie.

miércoles, 27 de enero de 2016

De la paciencia (o esas cosas que tengo falladas)


Dicen que aquello que cuesta mucho es porque lo vale; que las cosas que más trabajo requieren son las más satisfactorias; que "el que quiere celeste...". Yo, particularmente, tengo un pequeñísimo problema con este tema. Me es físicamente imposible esperar por algo, lo que sea. El gen de la paciencia lo tengo defectuoso. Si quiero algo, lo quiero ya. Vestigios de criarme como hija única... ¡vaya una a saber!
La cuestión es que no sé aguantarme las ganas. Lamentablemente, esto puede llevar a situaciones potencialmente peligrosas. Tirarse a la pileta de cabeza, sin chequear que haya agua, no es el mejor camino. Pero, a pesar de conocer los riesgos, me mando igual. Aún sabiendo que existe la posibilidad de que el paracaídas tarde o directamente no se abra, me arrojo al vacío. Si tomé una decisión, la sigo hasta el final, aunque vaya perdiendo piezas en el recorrido. Un poco cabeza dura, otro tanto orgullosa, mas especialmente optimista, considero que en algún momento todo se encauza y se resuelve.
Entonces, ¿en dónde está el problema? En que al perder piezas, voy armando obstáculos y la carrera se complica. ¿Me autosaboteo? Tal vez. Quizá repetir esta conducta y esperar que el resultado sea diferente es una forma de sabotaje.
Lo único que sí sé con seguridad es que hoy me dí de lleno contra uno de los obstáculos que me puse. ¡Hubiese sido tan fácil hacer trampa! O asegurarme una red antes de saltar. Tendría culpa, pero estaría demasiado ocupada para que me importara. Otros lo hacen, no sé porque yo debo ser diferente. Casi nadie suelta una mano antes de procurarse otra. Pero no se puede volver el tiempo atrás. Hay que aprender a navegar el campo minado. Nada más. 

lunes, 25 de enero de 2016

De la libertad (o bancarse las consecuencias positivas y negativas de nuestras elecciones)


¿Qué es ser libre? ¿Cómo se es libre? ¿De qué nos liberamos? ¿Cuándo podemos aseverar que somos verdaderamente libres? 
Mi actual situación familiar me permite dedicar tiempo a diversas tareas. La que más me consume no es limpiar el hogar, hacer ejercicio o cocinar, sino tomar un concepto y retorcerlo, darlo vuelta de un lado y otro, reducirlo a su mínima expresión y analizar qué es lo que realmente pienso acerca de él. Tal vez esta tarea ya la hayan hecho los lectores en su adolescencia, al comienzo de la edad adulta... A mí me tocó ahora (no me dio para filosofar sobre el significado de la vida mientras mi hija me pedía la comida, el chiquito se largaba a llorar y tenía pila de tps para corregir, sorry!).
Por ciertos hechos acaecidos en el día de la fecha, la noción que atrapó mi cerebro es la de LIBERTAD (así, todo con mayúsculas). Al separarse es común oír comentarios en la línea de "¡Te liberaste, nene/a!" o "Ahora recuperaste la libertad". Considero que es posible y esperable estar en pareja y no dejar de ser libres. La libertad no pasa por un anillo, por unos papeles, por un compromiso. Porque lo que nos llevó a esa situación (estar casado/a) fue una decisión propia, que se tomó con libertad y, en el mejor de los casos, conscientes de qué queríamos, de un proyecto de vida. Independientemente de los resultados, de si llegó a buen puerto o no, no es otra cosa que la consecuencia de esa elección.
Para mí, ahí es en donde reside el acto libre: en tomar una de un abanico de múltiples posibilidades y bancarse las consecuencias de lo que se eligió. Nos gusten o no. Sean sencillas o difíciles de sobrellevar.
Retomando el ejemplo del casamiento, si de este no obtenemos lo que esperábamos, también está en nuestras manos decidir qué camino tomar a continuación. Tenemos la libertad (otra vez, sin violencia o patologías varias de por medio) de cambiar la situación, la libertad de mejorar, de buscar eso que sí nos hará felices. Ya sea que nos quedemos y vivamos infelices o que volemos hacia nuevos rumbos, es nuestra decisión, que al igual que la primera, debe tomarse con los ojos abiertos, contemplando la probabilidad de que no la pasemos del todo bien, aceptando los riesgos. 
Y acá, me surge otro concepto que creo va de la mano con la libertad: madurez. Elegir con libertad; hacerse cargo con madurez.
Con esto no me la quiero dar de superada, mega madura y libre, como el sol cuando amanece, yo soy libre como el mar... Ni ahí. Esto no es más que una proclama personal sobre el tema, y un recordatorio para esos días en los que me re caliento con la vida por algunas cosas que me pasan, para leerlo y decirme: "Solita te metiste en el quilombo. ¿Querías ser "libre"? Esto es la libertad. ¿Te gusta el durazno? Bancate la pelusa".

miércoles, 13 de enero de 2016

Del enamoramiento (o cuándo te das cuenta que estás hasta las bolas)


En una charla alguien me remarcó el hecho de que era imposible darse cuenta exactamente en qué momento uno/a se enamora. Podemos quizá identificar cuándo comenzamos a "gustar" de una persona, o el día en el que empezamos a mirar con otros ojos a un conocido/a. Tal vez, fue en el primer instante en que lo/a vimos. O la atracción fue in crescendo por un contacto habitual. Pero no es lo mismo "gustar de" que estar enamorado. De igual manera, estar enamorado no equivale a amar. Es una cuestión de grados: 
Gustar de (atracción física)--> estar enamorado (atracción física + atracción mental/ cualidades personales) --> amar a (querer a la totalidad de la persona, con lo bueno y lo malo).
La progresión del sentimiento dependerá del conocimiento que tengamos del sujeto depositario de nuestro afecto. Por esto último, considero equívoca la frase "amor a primera vista". En el mejor de los casos se trata básicamente de deseo; en el peor, autoengaño.
Ahora bien, este autoengaño también puede surgir en el enamoramiento. Una sabia amiga me dijo que yo no estaba enamorada de X, sino que me sobraba tiempo, por lo tanto, me hacía la cabeza con ese muchacho. La solución a este sentimiento ilusorio era ocupar mis horas con más candidatos, de modo tal que vería la realidad de lo que sentía si no depositaba todos los huevos en una sola canasta. En la cantidad estaba la respuesta.
Sin embargo, el tema no acaba ahí y aparece, entonces, esta imposibilidad de distinguir lo real de lo imaginario; de intentar medir algo incuantificable como lo que sentimos, lo que nos brota del alma, del corazón. Las mariposas en la panza, las horas pensando a alguien, la necesidad de ver, oír, estar con el ser pretendido ¿cuentan como herramientas de medición? Al ser la experiencia diferente para cada sujeto, ¿puede establecerse un parámetro o parámetros para el análisis?
Como todo aquello que atañe al ámbito de los afectos, cada situación es especial e intransferible. Los límites son difusos; no existen recetas; nada es infalible.
Lo único que tengo en claro es que vale la pena explorar y vivir la experiencia. Que fracasos anteriores no deben condicionar lo que vendrá. Y que a los treinta y pico se siente con igual intensidad y se tienen tantas dudas como a los veintitantos.


sábado, 2 de enero de 2016

Mi veneno


Sé que no debo; sé que tengo que evitarlo; sé que es mejor no verte, no olerte, no sentirte...
Pero es imposible no recordar tus besos, tus manos, tus movimientos y mis gemidos, mis jadeos... Cerrar los ojos y percibirte en mí.
 Sos un vicio consciente y constante que no logro extirpar de mi ser. Y sé también que cada vez que llames, mensajees, me hables, ahí voy a estar. Porque no lo elegí pero sos mi veneno y no hay nada que hacer.

De la desilusión (o darse cuenta de que cualquiera te puede joder, y no de la manera divertida)


Si existe alguna cualidad que puede verse al mismo tiempo como un defecto y una virtud es ser confiado. ¿Por qué virtud? Porque el confiado es optimista, cree que todo va a salir bien, ve lo mejor en las personas y no registra (o se niega a hacerlo) la posibilidad de falsedad o intenciones encubiertas en el otro. ¿Por qué defecto? Exactamente por lo mismo.
Para muchos, un sinónimo de confiado es boludo. Lamentablemente, hoy me tengo que contar entre estos cínicos. Las pruebas a favor de esa teoría (confiado/a=boludo/a) son contundentes. Y yo soy claro ejemplo.
Si Pepito Pérez me dice: "Este mes está complicado para comprar regalos de Navidad", yo, boluda, le creo. No solo eso: ofrezco ir a medias. Después, me entero que don Pepito se va de viaje. Seguro que se sacó la lotería, no hay otra explicación posible, ¿no? ¡Sí! Mintió. Y yo ¡soy la pajera que se la comió!
Ahora, pensemos: ¿Quién es culpable de que me sienta una pelotuda? ¿Pepito? ¡No!!! Yo estoy en falta por no considerar que aunque yo no mienta, el resto no tiene ningún reparo en hacerlo.
Otro caso: el omnipresente tipo que sostiene estar deseoso de verte, que promete mil y un placeres en un futuro encuentro, mas luego se vuelve intangible como el aire, inasible cono el éter. O sea, desaparece como una rata. ¿Debo enojarme con él? No, la idiota que no comprende de qué va este juego soy yo. Y encima, reincidente.
Independientemente de que pueda racionalizarlo, en la práctica no logro revertir mi innata confianza en que lo que sale de la boca (o de los dedos) de la gente es cierto, que sus palabras significan específicamente lo que dicen. No puedo concebir que se tomen semejante trabajo de elaborar las mentiras, mantenerlas, alimentarlas... Porque mentir es un arte y el engaño que se crea, un ser que toma dimensión propia y que puede ser muy exitoso o derrumbarse estrepitosamente. Pero ese arte no existiría si no hubiera personas como yo que se tragan esos sapos.
A pesar de lo expuesto, sigo firme en mi creencia de que engañar (con hechos o con palabras) lleva demasiado tiempo, esfuerzo y dedicación. Tampoco pretendo contarme entre los desconfiados eternos: ellos, pobres, llevan una existencia muy triste y solitaria.
Entonces, a partir de hoy, estaré un poco más atenta a la posibilidad, por remota que parezca, de que las cosas no sean tan así como las expresan, que la situación no transcurra tal cual la presentan, que tal vez haya intereses opuestos o ganancias que obtener. De este modo, cuando alguien me joda, que seguro oportunidades no faltarán, no me tomará tan desprevenida y el golpe no dolerá tanto.