Los momentos a solas tienden a
favorecer la introspección. Caminar escuchando música, bañarse, hacer las
compras en el súper, estar sin los hijos, limpiar… son momentos en los que una
pone el piloto automático y los pensamientos se desbocan. Entonces, recordamos
nimiedades, hacemos listas, imaginamos situaciones que nunca sucedieron o
analizamos nuestro accionar. Tal vez, nos acordemos de algún suceso doloroso o
incómodo, o busquemos la explicación para eso que pasó y no logramos
comprender.
¿Por qué no conseguimos continuar
con esa relación que tan bien había comenzado? ¿Leímos mal las señales?
¿Avasallamos al otro? ¿Lo ahogamos? Sin darnos cuenta, ¿lo confundimos?
¿Dijimos mucho o, por el contrario, no dijimos lo suficiente? ¿Habrá sido una cuestión
de edad? ¿Mal momento para conocerse? ¿Tendremos demasiado en la mochila? ¿No
somos lo interesantes que nos imaginamos? ¿Aburrimos? ¿O es por ser tan
retorcidas? O quizá sea esta tendencia a analizar y reanalizar hasta la tortura
las cosas… ¿Poca espontaneidad? ¿Mucho anhelo de control? Y así, miles de
interrogantes hasta el agotamiento.
Después de tooooodo lo anterior,
surgen otras cuestiones: ¿por qué nos importa tanto, si fue casi efímero? No
hubo tiempo de conocer realmente al otro, ni tantos encuentros reales, más allá
de la virtualidad de la tecnología. ¿Será que tuvo más vida el “romance” en
nuestras cabezas? ¿O, como dijo una amiga, que nos hace falta ocupar el tiempo
libre? ¿O hay una causa más profunda, que no se relaciona concretamente con esa
persona?
La terapia ayuda en esos
momentos, aunque generalmente las epifanías se dan después, no cara a cara con
el analista. Yo tuve la mía mientras escuchaba música frente a la computadora: todos
mis problemas tienen una raíz común, que es el temor al rechazo y la
imposibilidad de manejarlo. Probablemente, se deba al abandono paterno. Y es
absurdo cómo se cuela en diferentes aspectos de mi vida social. Desde hablar
por teléfono con un desconocido a pedir un trago en un bar. Hablar con extraños
en un cumpleaños o, incluso, con gente que ya conozco. Estas taras hacen que
parezca parca, seria, tímida. Y me limitan sobremanera.
Pero por otro lado, esta
dificultad de aceptar el rechazo habla de la imagen que tengo sobre mí misma.
De mi ego. Y soy culpable de algo que he señalado en otros: no concibo que no
le intereso a alguien que sí despierta interés en mí. Y me choca, y me enoja.
De todos modos, termino resignándome a esta realidad.
Sin embargo, una pequeña parte de
mí se niega (seguramente influenciada por la literatura romántica o las
comedias dramáticas que he consumido a lo largo de mi vida) y una incisiva voz
me recuerda que no está todo dicho, que la vida da mil vueltas, que cualquier
cosa puede pasar si la deseamos lo suficiente. Evidentemente, en el
fondo, no es que sea complicada, ¡soy solo una boluda importante!
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