miércoles, 23 de diciembre de 2015

Del fluir del pensamiento en las horas muertas (o cuán enroscada soy)


Los momentos a solas tienden a favorecer la introspección. Caminar escuchando música, bañarse, hacer las compras en el súper, estar sin los hijos, limpiar… son momentos en los que una pone el piloto automático y los pensamientos se desbocan. Entonces, recordamos nimiedades, hacemos listas, imaginamos situaciones que nunca sucedieron o analizamos nuestro accionar. Tal vez, nos acordemos de algún suceso doloroso o incómodo, o busquemos la explicación para eso que pasó y no logramos comprender.
¿Por qué no conseguimos continuar con esa relación que tan bien había comenzado? ¿Leímos mal las señales? ¿Avasallamos al otro? ¿Lo ahogamos? Sin darnos cuenta, ¿lo confundimos? ¿Dijimos mucho o, por el contrario, no dijimos lo suficiente? ¿Habrá sido una cuestión de edad? ¿Mal momento para conocerse? ¿Tendremos demasiado en la mochila? ¿No somos lo interesantes que nos imaginamos? ¿Aburrimos? ¿O es por ser tan retorcidas? O quizá sea esta tendencia a analizar y reanalizar hasta la tortura las cosas… ¿Poca espontaneidad? ¿Mucho anhelo de control? Y así, miles de interrogantes hasta el agotamiento.
Después de tooooodo lo anterior, surgen otras cuestiones: ¿por qué nos importa tanto, si fue casi efímero? No hubo tiempo de conocer realmente al otro, ni tantos encuentros reales, más allá de la virtualidad de la tecnología. ¿Será que tuvo más vida el “romance” en nuestras cabezas? ¿O, como dijo una amiga, que nos hace falta ocupar el tiempo libre? ¿O hay una causa más profunda, que no se relaciona concretamente con esa persona?
La terapia ayuda en esos momentos, aunque generalmente las epifanías se dan después, no cara a cara con el analista. Yo tuve la mía mientras escuchaba música frente a la computadora: todos mis problemas tienen una raíz común, que es el temor al rechazo y la imposibilidad de manejarlo. Probablemente, se deba al abandono paterno. Y es absurdo cómo se cuela en diferentes aspectos de mi vida social. Desde hablar por teléfono con un desconocido a pedir un trago en un bar. Hablar con extraños en un cumpleaños o, incluso, con gente que ya conozco. Estas taras hacen que parezca parca, seria, tímida. Y me limitan sobremanera. 
Pero por otro lado, esta dificultad de aceptar el rechazo habla de la imagen que tengo sobre mí misma. De mi ego. Y soy culpable de algo que he señalado en otros: no concibo que no le intereso a alguien que sí despierta interés en mí. Y me choca, y me enoja. De todos modos, termino resignándome a esta realidad.

Sin embargo, una pequeña parte de mí se niega (seguramente influenciada por la literatura romántica o las comedias dramáticas que he consumido a lo largo de mi vida) y una incisiva voz me recuerda que no está todo dicho, que la vida da mil vueltas, que cualquier cosa puede pasar si la deseamos lo suficiente. Evidentemente, en el fondo, no es que sea complicada, ¡soy solo una boluda importante!

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