Los domingos
son especialmente difíciles. Independientemente de las razones, cuando la
realidad cambia tan drásticamente, cuesta lo indecible encausarse en el nuevo
rumbo. Si bien es cierto que los primeros días son duros, luego de ese
turbulento comienzo, se cae en una suerte de euforia que hace llevadera la
decisión que una ha tomado. Todo es nuevo, todo merece explorarse, todo llama
la atención. No hay tiempo de extrañar, que la vida pasa y no espera a nadie…
Mas, como
sucede siempre, la adrenalina baja, se termina la embriaguez, la novedad se esfuma
y abrimos los ojos de verdad. Y la verdad no es tan bella como se suponía; lo
ideal no condice con lo real. ¿Y ahora? ¿Cómo se transita esta meseta en la
cual nada sale como una quiere, en la que se siente un hormigueo en la piel que
es imposible refrenar? Surgen, así, una serie deprimente de cuestionamientos
que horadan la resolución, que hacen mella en la voluntad. Al volver la vista
atrás, lo que se ve no es tan malo, tuvo sus momentos felices, plenos...
Entonces, las preguntas: ¿no me apresuré? ¿No habré tomado la peor decisión?
¿Podría haber aguantado un poco más? Y detrás de ellas, las más fatales:
¿Volveré a sentir algo así alguna vez? ¿Aparecerá alguien que me sacuda, que me
despierte del letargo? ¿O estaré condenada a la soledad?
Obviamente, no
tengo respuestas. Nadie las tiene. Y tampoco sé qué haría con ellas.
Racionalmente,
no me arrepiento. Pero no es la cabeza el problema. Es el maldito corazón que
necesita de otro, que duele, que se desangra. Porque conoció la felicidad, la
risa, el placer, la lujuria y se volvió adicto. Porque aunque la mente trate de
iluminarlo y enseñarle que esto es saludable, es bueno, es una oportunidad para
encontrarse y crecer, no quiere escuchar. Se encapricha y quiere una nueva
dosis, la precisa ya… Y la busca en distintos cuerpos, y por un rato se
consuela… Pero no alcanza. Y se confunde. Y se empecina. Pero no. Y nada tienen
que ver esos otros con lo que pasa. No son ellos los que provocan esa
obstinación. Es la idea de lo que requiere y de lo que podría llegar a ser. Más
allá de que sabe que no es real. Se engaña, se desengaña y cree que sufre.
Sin embargo,
el sufrimiento es anterior. Es ese vacío que se creó cuando asumió que era
indispensable parar, cortar, bajarse; cuando se dijo que quería más, que había
más y estaba allá afuera. Eso sí: jamás imaginó que podía destruirse en la
búsqueda.
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