En
este amasijo de contradicciones que soy (por humana, igual que el resto, lo
acepten o no) también peco de soberbia y, a la vez, de pobre autoestima en las
relaciones amorosas. En este vaivén, me veo como la femme fatal e irresistible en
un momento. Y al siguiente, como una de las hermanastras de Cenicienta… la pobre
que se queda siempre sola. Los eventuales receptores de mis intenciones
afectuosas han reforzado esta última opción. No digo que nunca he tenido
pretendientes ni que más de uno no ha llorado por quien suscribe. Pero la norma
es que la que termina vertiendo sus lágrimas soy yo. Desconozco las
explicaciones psicológicas del hecho, mas afirmo que suelo “enamorarme” más
mientras menos bola me den. ¿Tendencia masoquista quizás? ¿Repetición del
abandono paterno tal vez?
Es
en estos casos en los cuales recibo los golpes secos necesarios para evitar que
el ego vuele tan alto. Porque no hay mejor remedio para la imagen propia
desmedida que admitir que para esa persona a la cual una quisiera resultar
relevante, no vale ni un puto mensaje por whatsapp.
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