A mi entender,
este es el pecado más peligroso de los siete. Más aún que la ira, la gula o la
envidia... La pereza es la causa del
fracaso, de la mediocridad, del estancamiento del cual nos quejamos a menudo.
Su hermana menor,
la comodidad, fue un factor determinante en el derrumbamiento de mi matrimonio.
Tanto de un lado como del otro. La rutina tiñó cada una de nuestras
interacciones. Delegar en otros nuestras responsabilidades nos perjudicó:
intercambiamos algunas horas de sueño por toda una relación.
Obviamente, es
fácil identificar cuál fue el problema a la distancia, hoy, con sesiones de
terapia encima. En ese momento, la gratificación inmediata nos pareció más
importante. Tal vez fuera la inexperiencia en la vida, la juventud, la crianza
“privilegiada” que nos brindaron nuestros padres, quienes se esmeraron para que
jamás nos faltase nada y llegáramos más lejos que ellos.
De todos modos,
la culpa última es de la pareja, ya que no pudimos, supimos, quisimos, crecer a
tiempo. Es cierto que hubo amor, momentos maravillosos, hijos de los cuales nos
sentimos orgullosos, logros individuales que fueron posibles gracias al apoyo
del otro. Pero también existió desidia, inoperancia, imposibilidad de postergar
deseos personales en pos de la familia. Creo que no entendimos el valor de lo
que teníamos hasta que no estuvo más.
Por esto, aseguro
que la pereza es el peor de los pecados. Te obliga a resignar tus sueños, tu
futuro, tu vida, y por ella corremos el riesgo de perderlo todo. Sin embargo,
es una excelente maestra: luego de sufrirla, nunca más volvemos a caer en sus
redes.
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